Vivimos rodeados de los trinos de los pájaros, el cantar de los gallos, el mugir de las vacas y terneros y el castañeo de algún caballo que transita por el camino de lastre.
En mi casa se criaron gatos, perros, gansos, y palomas- a mis tíos y mi abuela les fascinaban los pájaros y en su casa tuvieron aviarios; grandes encierros y cuando les visitaba, me permitían ponerles pedacitos de plátanos, naranjas partidas, lechuga y tomates fresco
Los animales formaban parte de la casa y su cuido nos ayudaba a formar un sentido de responsabilidad hacia ellos.
Eran seres queridos, pues cada animal, ya fuese gato, pato o perico; ardilla o perro, tenía su propia personalidad, gustos y predilecciones por las comidas. Él animal escogía su rincón favorito en la casa y también escogía a una persona como su amo especial.
Los animales llenaban nuestros ratos libres con sus juegos, canto, cariño y compañía.
En nuestras casas llenas de flores, los niños también cooperaban con el cuido del jardín y había que tener abnegación cuando en verano no llovía, y la tierra se resecaba, para regar todas aquellas macetas llenas de begonias, helechos, y enredaderas para que no murieran de sed.
El cumpleaños de mi padre era el 17 de Abril y muchas veces coincidía con la Semana Santa. Su mejor amigo fue Don Alfredo Echandi, que cumplía años el mismo día y muchas veces lo celebramos juntos en su finca en Sarapiquí
Mi abuelo decía que las madres asustadas, habían parido el mismo día que se sintieron en Costa Rica las repercusiones del terremoto de San Francisco.
Esta vez, cuando yo tenía 14 o 15 años y fuimos a pasar la ansiada temporada donde Tío Alfredo y Maruja Echandi, en la casona de madera en Sarapiquí, había una linda sorpresa: una gansa acababa de empollar siete gansitos. Empezaron a caminar por el jardín y ella furiosa no nos dejaba acercarnos. A los dos días los echó a nadar en la acequia que pasaba al lado de la casa. La corriente era demasiado fuerte y varios se ahogaron. Tío Alfredo indignado con la gansa que fuese tan terca en seguir metiendo a los gansitos a la correntada de la acequia, le pidió al Mandador que los recogiese. Ya solo quedaban dos y yo le pedí al tío que me diese uno. Claro, llévatelo, pues aquí se van a morir todos, me dijo.
Pasada la Semana Santa, volvimos a San José y me vine, sentada en la parte de atrás del carro, con la gansita acurrucada en el regazo.
La llamé Pánfila, y Pánfila tomaba café con leche de mi taza y le encantaban los pedacitos de pan mojado.
Cuando creció, cambió su pelusa y se tornó a ser una bella gansa de plumaje gris. Nadaba en el lago frente a la casa de mi padre donde había también patos, carracos blancos y pechiches, que son los patitos de arroz, de color café y patitas anaranjadas. Ella se volvió la madre protectora de todos los ocupantes del lago. Pero a pesar de que ya era una gansa enorme, nunca se olvidó de mí: cuando me veía, me venía a saludar y dejaba que acariciara su cuello, haciendo pequeños gorjeos de satisfacción. Me seguía por el jardín como si fuese un perrito, y le gustaba echarse en la grama, al lado mío cuando yo pintaba.
Una tarde, mi padre trajo dos hermosos cisnes blancos para que también habitasen en el lago. Este fue el comienzo de toda una revuelta, pues los cisnes eran orgullosos y territoriales y comenzaron por amedrentar a los pechiches y carracos. ¡Querían ahogarles! Pánfila montó en furia: todas las plumas de su cuello se le erizaron y abriendo sus enormes alas se enfrentó a los dos cisnes. Nosotros estábamos aquí primero, parecía decir y en una carrera acuática, los ahuyentó al otro extremo del lago.
Así comenzó un feudo sin cuartel: cada vez que el cisne macho, que era el más agresor, trataba de maltratar a algún carraco, Pánfila salía en su defensa y los pechiches abucheaban haciendo un escándalo con sus vocecillas chillonas. Después de correrle al otro extremo del lago, volvía con sus alas extendidas y graznaba en son de victoria.
Años después, Pánfila desapareció una semana antes de Navidad. La extrañamos mucho y nunca encontramos su cuerpo. Talvez se fue volando. Talvez terminó en alguna mesa; no lo sabemos, pero siempre la recordamos con inmenso cariño y admiración.